Sintonía entre ciencia y fe
La convicción personal de la existencia de un Ser trascedente proporciona una posición psicológica más firme para afrontar la investigación de los enigmas de la naturaleza. Los ejemplos históricos muestran cómo una idea abstracta, procedente de un ámbito ajeno al problema propuesto, se convierte en semilla de un nuevo concepto eficaz. Piénsese en la «armonía de las esferas celestes» de Kepler, donde un sentimiento de raíz religiosa y estética, sirve de guía para adentrase en una aventura astronómica. Con esa seguridad interior, Kepler establece proporciones geométricas entre órbitas de los planetas conocidos. La creencia religiosa sobre el orden divino de la creación le encamina hacia el terreno de la investigación, obteniendo resultados objetivos, comprobados. Sin necesidad de suponer intervenciones sobrenaturales, quienes sintieron esa fuerza interior, «indefinida», les ha impulsado a exploraron mundos desconocidos. El mismo Newton concibió la fuerza de atracción gravitatoria entre el Sol y los planetas, acudiendo a pensamientos cuasi-religiosos, pudo justificar las acciones (fuerzas) entre dos cuerpos sólidos separados, sin ningún medio material entre ambos. Es decir, el sentido de un cierto soporte interior le impulsó a trascender la experiencia inmediata, que proporcionaba, por ejemplo, las «fuerzas centrifugas» (que actúan cuando una cuerpo gira sujeto a una cuerda), o bien, fuerzas producidas al empujar o tirar de un cuerpo. En ambos casos las fuerzas actúan a través de la materia. Al contrario, sucede con las fuerzas de atracción gravitatoria entre los planetas del Sistema solar. Lo cual significa admitir la acción de fuerzas sin ninguna clase de materia entre los planetas. En el fondo de ese salto mental, Newton vislumbra un origen trascendente. Así lo prueba el conocido Escolio general, que cierra el Libro III de los Principia, donde se lee:
«Tan elegante combinación de Sol, planetas y cometas solo pudo tener origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso. Y si las estrellas fijas fueren centros de sistemas semejantes, todos ellos construidos con un esquema similar, estarán sometidos al dominio de Uno«.
Newton alude al origen trascendente de tales fuerzas, pero no lo utiliza como argumento científico, por no ser recurso experimental, con el fin de justificar la noción de «fuerza mecánica de atracción». Lo que aquí se manifiesta es que la creencia en un universo creado pudo proporcionarle mayor seguridad psicológica para impulsar su investigación. En todo caso, su descubrimiento no se debió al conocimiento de causas metafísicas, sino a la construcción de un lenguaje matemático apropiado, basado en la observación y en el análisis de fuerzas, trayectorias, masas y distancias entre planetas.
La creencia en Dios ha propiciado en muchos científicos una perspectiva sobre el mundo, que prueba por vía de hecho una fértil sintonía entre ciencia y fe. Uno de los ejemplos sobre la amigable alianza entre fe y ciencia avalada por el éxito, se dio a comienzos de 1931. Cuando, el sacerdote y astrofísico belga Georges Lemaître propuso la hipótesis del «átomo primitivo», que describía cuáles serían las condiciones iniciales de la formación y expansión del universo y que sirvió como semilla para desarrollar la teoría del Big Bang. La idea se presentó con motivo del centenario del British Association for the Advancement of Science, con asistencia de eminentes astrónomos, como Arthur Eddington y Robert Millikan. La idea fue rechazada por algunos científicos entre ellos por Einstein porque esa tesis invitaba a pensar en la creación. Él quería evitar una intromisión de la teología en el terreno científico, quizá recordando la situación del caso Galileo, cuando algunos clérigos creyeron ver en el heliocentrismo una intromisión en la doctrina del Génesis. Aunque para Lamaître no había duda sobre la separación de los terrenos científico y teológico, como se aprecia en el siguiente texto:
«El científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe. Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad de la naturaleza en la que se encuentran superpuestas y confundidas las diversas etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente y que, por tanto, el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto, y su dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad».
Citado en Riaza, E. (2010): 70. La historia del comienzo Georges Lemaître, padre del Big Bang. Encuentro. Madrid.

